Alessandro se
hace a veces el que no quiere que las cosas sean así, pero, en su más profunda
honestidad, inalcanzable para cualquier otro terrícola, sabe que siempre será
como quiere. Esta vez quería saborear. Siempre iba a la misma frutería, que
quedaba a pocas cuadras de su casa. En el camino casi lo atropella un perro
salchicha que buscaba afanado un pan por las calles, al esquivarlo siguió
divisando la ensalada que lo seducía todas las mañanas, a la hora de desayunar.
Al entrar a la tienda vio a doña Margarita con sus uñas llenas de tierra
desgranando el maíz, ella le ordenó a su refrescante hija que atendiera el
pedido del joven Alessandro. Tomates, albahaca y queso campesino para comenzar.
Al recibir el cambio la invitó a un coctel de frutas nocturno. La chica cogió
las llaves de su casa y prometió regresar cuando el cielo coloreara el día
siguiente. Comenzaron con besos michelados, dos shots de caricias y tres
fermentadas fantasías. Ella parecía
ebria de frutas y la cabeza cereza de él se dispuso a volar. En los bocados
previos a deglutirse, un salpicón de realidad energizó su encuentro. Vieron por
las ventanas la noche de chantilly que afuera se esparcía en el cielo, la cual les
inspiró a verterse en una copa de helado gigante; ella, con su lengua cítrica,
lamió el almíbar del deseo que se escurría de los labios de él. Sus sabores se
mezclaron hasta derretirse por la fricción. Al bajar de la copa, en la
oscuridad, lo único que brillaba, aunque mojada, era la camiseta de Alessandro,
que junto a la lámpara, las sillas y los silbidos que el choque de sus cuerpos
almidonados producía, en el suelo de wafer durmieron después del estruendo. Las
manos de ella escurrían un rocío con sabor a durazno que él tragaba con vigor,
vigor que la obligaba a toquetear la banana de su anfitrión. En la bandeja se
echaron finalmente, a comerse desplayados, en una lucha de texturas, pepas,
ramitas y jugos que emanaron manantiales tropicales. Se
concentró en las uvas de ella y mamó toda la promiscuidad que sacudían en el
pináculo de la intimidad; de un rugido todas las cáscaras cayeron. Alessandro al
morder la canela de ella se estremeció; con la fresa húmeda recorrió cada poro
de su mango abdomen: de arriba a mora, de izquierda a frambuesa. Se detuvo y
bajó un poco más.
El sabor de la
papaya gimió dentro su boca.
CamiloArt
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